miércoles, 30 de septiembre de 2015

Las voluntades anticipadas en salud mental. Una cuestión de ética, derecho y medicina

Las voluntades anticipadas en salud mental. Una cuestión de ética, derecho y medicina[1]
Sergio Ramos Pozón
Doctor en Filosofía. Máster en Bioética. Universidad de Barcelona

 Ramos S. Las voluntades anticipadas en salud mental. Una cuestión de ética, derecho y medicina. La Revista de Responsabilidad Médica. 2015, Septiembre: 70-86. ISSN: 2254-786X. 
http://www.defensamedica.org/

Resumen
Este artículo tiene como objetivo el análisis del documento de voluntades anticipadas (DVA) cuando es aplicado al ámbito de la salud mental. Tres van a ser los pilares en los que vamos a enfocar el estudio. Primero, se va a justificar éticamente la necesidad de aplicar el DVA al ámbito psiquiátrico. Segundo, se expone cuál es el marco legal que ampara el respeto por dicho documento. Y, por último, se analizan cuál es el contenido y utilidad clínica del DVA.

1.- Introducción
Es bien sabido que la antigua relación asistencial estaba basada en un paternalismo que relegaba las decisiones a los profesionales. Esa relación médico-paciente se definía por la tendencia a buscar el mayor beneficio y la evitación de cualquier tipo de daño para el paciente; el problema reside, sin embargo, en que se tomaba como única referencia los criterios del médico.

De manera simplificada, la relación paternalista puede ser resumida con las siguientes características (Méndez V. y Silveira H., 2007:65):

1.     Superioridad del médico sobre el paciente, la cual queda establecida en una relación asimétrica y vertical que autoriza al médico a decidir sobre todas las actuaciones clínicas.
2.     Predominio de la idea de beneficencia en la organización de la relación asistencial. El deber del profesional radica en asegurar que el paciente no resulte perjudicado, siendo, entonces, objeto de cualquier intervención necesaria para la recuperación de su bienestar.
3.     Obediencia incondicional del paciente.
4.     Restricción de la información subministrada al paciente. Esta tiene que ser la estrictamente necesaria para la recuperación de su salud, pues el médico no tiene ninguna obligación de ser claro en ese aspecto, ni tan siquiera veraz.

No obstante, en las últimas décadas, esta estructura ha sufrido un vuelco hacia el respeto y la introducción del paciente en la toma de decisiones, dejando a un segundo plano los criterios estrictamente médicos y los valores de los profesionales. Actualmente, los principios de autonomía y dignidad rigen el modelo, el consentimiento informado, la planificación anticipada de las decisiones y el documento de voluntades anticipadas (DVA) vienen a significar la ejemplificación de ese cambio de paradigma (Ramos S., y Robles B., 2015).

Ciertamente, y sobre todo desde la introducción en nuestro país de la Ley de autonomía en el año 2002, el DVA ha ido adquiriendo un mayor calado entre los pacientes. Los últimos datos sobre los DVA registrados en España calculan que hay registrados unos 180000 documentos, siendo Catalunya la que mayor proporción tiene, unos 53.000 (Departament de Salut, 2014), lo cual señala un progresivo entusiasmo por su aplicabilidad. Sin embargo, la realidad es que aún falta mucha información sobre ello, tanto entre los pacientes como entre los profesionales. Esto es algo que se denuncia y se reclama constantemente e incluso se ha recogido en los últimos años a nivel empírico (Champer A., et al., 2010; Toro R., et al., 2013; Contreras E., et al., 2014; Busquets J., et al., 2015; Fajardo M., et al., 2015).

Pero si hay un desconocimiento, a nivel general, del DVA, aún es menos conocido cuando es aplicado a otros contextos que no son los tradicionalmente enfocados, es decir, aquellos que hacen alusión al proceso de final de la vida.

Otra posible aplicación es la de implantar el documento en el ámbito psiquiátrico. En muchos países es una realidad instaurada de manera más o menos normalizada en el sistema de salud mental, aunque ciertamente está siendo tímidamente aplicado en los hospitales. La experiencia de su introducción en los hospitales (McQuistion H., Gupta A., y Palmgren S., 2014) aún denota algunas reticencias vinculadas a la educación de los profesionales, a la dificultad de tener una plantilla estandarizada del documento, la dificultad de entablar una conversación con el paciente sobre esta temática, los problemas de hallar personas cercanas a los pacientes que hagan de puente entre los profesionales y los deseos del paciente, o los inconvenientes de garantizar que los deseos de la persona sean respetados en todo el área de salud –y no sólo en el propio hospital.

Esta realidad es aún peor en nuestro país, pues hay un total desconocimiento en este entorno e incluso muchas reticencias de su aplicabilidad. Así pues, nuestro objetivo reside en esbozar algunas cuestiones éticas, legales y médicas de por qué es precisa su introducción en el campo de la salud mental.

2.- Los principios de la bioética
Es asumido que las acciones autónomas se analizan en relación a sus agentes, los cuales han de actuar intencionadamente, con conocimiento y sin influencias externas que le puedan condicionar y/o determinar el acto. Respetar a un agente autónomo implica, como mínimo, asumir que esta persona tiene unas opiniones, y que puede elegir y realizar actos que están fundamentados en sus valores y creencias. Los elementos básicos que reflejan el respeto por la autonomía de los pacientes son el consentimiento informado y el DVA. Esto puede ser un proceso difícil en aquellos casos en los que el paciente es incompetente para la toma de decisiones, como es el caso de la enfermedad mental. Pero los estudios empíricos (Adams J., et al., 2007; El-Wakeel, et al., 2003; y Hamann J., et al., 2007, 2008 y 2011) muestran que estos pacientes desean tener un rol activo y participativo en la toma de decisiones, ya que quieren conocer mejor el tratamiento farmacológico y sus reacciones adversas. En particular quieren consensuar cambios de tratamientos y/o de las dosis psicofarmacológicas o conocer si existen otro tipo de fármacos con menos reacciones adversas.

Pero incluso en esos casos, ha de ser una obligación moral respetar la autonomía de las personas, también las que tienen enfermedades mentales. Ahora bien, una cosa es el respeto por la autonomía y otra, muy distinta, el respeto por la decisión particular. Toda persona tiene el derecho a que se respete su decisión, y que así quede reflejado en un DVA, pero no todas las decisiones pueden ser recogidas en el DVA. Tenemos la obligación de respetar a las personas e intentar que éstas ejerzan su derecho a la autonomía responsablemente. En este sentido, incluso en pacientes psiquiátricos, hemos de partir de que tienen opiniones, que pueden elegir y realizar actos que están fundamentados en sus valores y creencias; y posteriormente tendremos que revisar qué opina y, sobre todo, cómo lo manifiesta. En ocasiones, los pacientes rechazan tratamientos eficaces porque no son bien informados, porque desconocen que lo necesitan, etc. Y aquí, precisamente, son los profesionales los que tienen la obligación moral de “hacer autónomos y competentes” a sus pacientes. Por lo tanto, ha de ser una obligación moral el intentar que formen parte del proceso asistencial, siempre y cuando ellos quieran, lo cual pasa por un buen proceso informativo y una ayuda para la redacción del DVA. El objetivo, adicionalmente, es que manifiesten qué entiende el paciente por calidad de vida.

La figura del representante va a significar decisiva para que se respete la decisión del paciente en los casos de incompetencia. Y es que el problema está cuando los pacientes tienen problemas intrínsecos de su patología que les incapacitan para decidir y que obligan a que se tenga que compaginar autonomía y paternalismo. En efecto, hay pacientes psiquiátricos que cronifican los síntomas, limitando, o anulando, su autonomía en función del deterioro de la patología. Ejemplo de ello son las demencias. Por otro lado, también hay pacientes que tendrán limitada su autonomía pero sólo periódicamente. Ejemplo de ello son los pacientes con psicosis en situaciones agudas. En cualquier caso, hemos de presuponer que podrán participar en la decisión a tomar, salvo en casos severos, y a raíz de ahí entablar un diálogo para ver hasta dónde se puede respetar su autonomía. En dicho diálogo la persona tendrá que verbalizar cuáles son sus decisiones y deseos, momento preciso en el que se tiene que valorar la competencia.

Uno de los principales objetivo de la valoración es verificar hasta qué punto se puede introducir al paciente en la decisión, pues las decisiones imprudentes, las no informadas, las decisiones por parte de personas no cualificadas para decidir por sí mismas, etc., pueden acarrearle algún tipo de daño. Y es que en algunos casos, el principio de autonomía tendría que pasar a segundo plano.

Así pues, hay que velar también por el cumplimiento del principio de no-maleficencia, el cual puede ser enmarcado en dos contextos. Por un lado, hemos de evitar cualquier tipo de actitud violenta sea auto o heteroagresiva. Ante una recidiva o un cuadro psicótico, un paciente puede actuar violentamente y agredir a otro o asimismo. En tales casos, hay que prevenir esa conducta mediante algún tipo de contención (farmacológica, mecánica, etc.) o llevar a cabo medidas en contra de su voluntad (ingreso involuntario, tratamiento ambulatorio involuntario, etc.). Por otro lado, este principio ético también tiene que ser aplicado y respetado por los profesionales. Privar, injustificadamente, del derecho a la autonomía de los pacientes supone un daño moral pues se está obstaculizando o impidiendo que se lleven a cabo intereses. Del mismo modo, no realizando un buen consentimiento informado o no respetando un DVA conllevan la privación de la autonomía. También resulta un daño las conductas paternalistas que no están justificadas y que infantilizan a los pacientes psiquiátricos, incapacitándoles para la toma de decisiones sólo por tener una enfermedad mental. Otra conducta, habitual, es la de estigmatizar y discriminar a las personas en base a su diagnóstico clínico, lo cual está atentando directamente contra la dignidad y la integridad.

Por lo tanto, en la elaboración de un DVA se tendría que tener en cuenta la posibilidad de que en un ingreso hospitalario se puedan llevar a cabo medidas coercitivas, de manera que el paciente tendría que anticipar su decisión sobre estos hechos. Además, si éste realiza el DVA, no tendría que haber conductas paternalistas que les infantilicen puesto que aunque en algún momento del ingreso el paciente no sea competente, esto no significa que no se tenga que respetar su decisión competente reflejada en el DVA.

Ese respeto por la decisión autónoma no es una cuestión meramente ética, sino que también tiene unas repercusiones positivas clínicas en la mejora de la relación asistencial. Así, el principio de beneficencia también ha de ser revisado en este contexto.

En cuanto al DVA, la aceptación de fármacos concretos tiene resultados terapéuticos positivos (Ramos S., y Román B., 2014): está demostrado que la libre elección del tratamiento, el conocimiento de sus contraindicaciones y la importancia de su seguimiento supone una mejor adherencia farmacológica y una reducción del número de recidivas. Y es que la aceptación del tratamiento conlleva una motivación para su seguimiento y el cumplimiento terapéutico tiene unos resultados positivos para el bienestar físico y psicológico del paciente. Por otro lado, también se sabe que la no adherencia a los fármacos está asociada al tratamiento ambulatorio y a un peor curso clínico (La Fond J., y Srebnik D., 2002; Srebnik D., et al., 2005; Rittmannsberger H., et al., 2004; Hamann J., et al., 2005, y Swanson J., et al., 2006).

Además de estos beneficios que giran, principalmente, en torno al paciente, la propia elaboración de un DVA lleva implícito unas connotaciones sobre el principio de justicia, pues se trata de una obligación ético-legal el fomento y el respeto por las personas. La relación asistencial ha de estar guiada por los deseos y preferencias del paciente, y no los de los profesionales. Y es de justicia que así sea.  

Un respeto por esas opiniones puede permitir que haya un ahorro en gasto sanitario, ya que los pacientes tienden a solicitar que no se les prolongue la vida más allá de lo razonable, lo cual conlleva un ahorro sanitario (Siurana J., 2005:49). Respecto a los pacientes con enfermedades mentales, los que padecen demencia pueden responder al perfil de personas que no quieren alargar su vida innecesariamente. Esa decisión sobre futuros tratamientos, fundamentados en qué entiende la persona por calidad de vida, hace que no se impongan tratamientos indeseados, lo cual puede reducir también la aplicación de medidas terapéuticas. 

En cualquier caso, siempre ha de prevalecer el respeto por la dignidad del paciente y los cánones de buena praxis, antes que el deseo de reducción del gasto sanitario o las intenciones de los profesionales sobre “buenas o malas” decisiones.

Pero no se trata sólo de una cuestión meramente ética, sino también es un asunto legal, un derecho de los pacientes y una obligación de los profesionales. Por un lado, tenemos códigos deontológicos y, por otro, leyes que avalan su aplicabilidad. Veámoslo.

3.- Códigos deontológicos y leyes nacionales e internacionales
Como comentan Morlans M., et al. (2014), el Código de Deontología Médica significa una autorregulación que el Estado reconoce a las profesiones médicas. Son ‘deberes privados’ porque se ciñen a un colectivo específico, médicos, que responden al compromiso social de llevar a cabo la tarea profesional de manera excelente; sin embargo, sólo obligan a los miembros de este colectivo que pertenecen al colegio profesional. En Cataluña el Codi de Deontologia también supone ese decálogo de deberes primordiales.

Tanto en uno como en otro se hace alusión al DVA y a su obligación ético-legal de respetarlo. Ahora bien, resulta curioso que en los dos se enmarque bajo el epígrafe referente a los procesos de final de la vida, pues, como intentamos defender en este trabajo, también se puede aplicar a otros contextos durante la vida. El Código de Deontología Médica, en el artículo 5 que tiene como objeto especificar los principios generales, constata que

“la profesión médica está al servicio del ser humano y de la sociedad. Respetar la vida humana, la dignidad de la persona y el cuidado de la salud del individuo y de la comunidad son los deberes primordiales del médico”.

Pero en esta obligación de respeto se tendrían que examinar otros tipos de objetivos tales como promover, mantener o restablecer la salud de las personas, así como intentar disminuir el dolor o sufrimiento derivado de una patología. Y esto ha de procurarse teniendo en cuenta que las cuestiones vinculadas a la salud son de carácter bio-psico-social (Codi de Deontologia, art. 1).

Pues bien, en este entramado de derechos, obligaciones y objetivos se enmarca el DVA, pues la finalidad es ese respeto por la persona y la mejora de la salud o alivio del sufrimiento[2]. Este derecho queda recogido en el artículo 36(4) del Código de Deontología Médica, que establece lo siguiente:

“el médico está obligado a atender las peticiones del paciente reflejadas en el documento de voluntades anticipadas, a no ser que vayan contra la buena práctica médica”.

Resulta un gran problema definir buena praxis médica. En ocasiones se considera que buena praxis es aquello que está registrado en los protocolos o en los artículos científicos; sin embargo, lo que verdaderamente es buena praxis ha de estar enmarcado dentro de aquellas decisiones clínicas que tienen como referencia las pruebas, la evidencia, pero que también considera la decisión de una persona autónoma y competente sobre la aceptación o rechazo de un plan terapéutico. Más aún, no contemplar su decisión podría ser considerado como mala praxis aunque esté fundamentado en pruebas objetivas o tratamientos indicados.

Esta cuestión también la ha constatado Núria Terribas (2006) al señalar que solicitar que las decisiones sean acordes a la lex artis puede confundirse con aquello que el médico considere qué es buena praxis, de manera que es preferible entender por “buena praxis” lo consensuado en protocolos o guías de especialidad, junto con la opinión del paciente o representante. Ahora bien, es muy difícil que coincida la voluntad del paciente con la exacta situación clínica. Por esta razón, la figura del representante va a tener un papel crucial a la hora de interpretar los deseos del paciente, pues son éstos los que han de regir la toma de decisiones y no los de los profesionales.

Sea como fuere, ese fomento por la autonomía y la evitación de imposición de valores profesionales es lo que promueve el artículo 9(1) del Código de Deontología Médica, a saber: “el médico respetará las convicciones de sus pacientes y se abstendrá de imponerles las propias”. Y este deber ha de ser ligado con el artículo 12 referente a la obligación del médico de respetar el derecho del paciente a decidir libremente, una vez haya sido informado, sobre las diversas opciones clínicas. Esto incluye el respeto de aquellas decisiones de rechazo de tratamiento, sea total o parcial, tanto de pruebas diagnósticas como de tratamiento. No obstante, dicha decisión ha de ser respetada si el paciente tiene 16 años o más, y en el caso de tener menos su participación irá acorde al grado de madurez (menor maduro) (artículo 14).

Pero no se trata sólo de un deber recogido en los códigos deontológicos, sino también en la normativa jurídica. Por esta razón, a continuación examinamos algunas leyes nacionales e internacionales para mostrar que el DVA es una cuestión también legal.

En nuestro país, el derecho a poder realizar un DVA y de que los profesionales lo respeten queda recogido por la Ley 41/2002, de 14 de noviembre, art. 11.

1. Por el documento de instrucciones previas, una persona mayor de edad, capaz y libre, manifiesta anticipadamente su voluntad, con objeto de que ésta se cumpla en el momento en que llegue a situaciones en cuyas circunstancias no sea capaz de expresarlos personalmente, sobre los cuidados y el tratamiento de su salud o, una vez llegado el fallecimiento, sobre el destino de su cuerpo o de los órganos del mismo. El otorgante del documento puede designar, además, un representante para que, llegado el caso, sirva como interlocutor suyo con el médico o el equipo sanitario para procurar el cumplimiento de las instrucciones previas.

Es interesante señalar la posibilidad de que el otorgante tenga el derecho de dejar anotado un representante como interlocutor válido. En este mismo artículo, 11(3), se establece que las instrucciones recogidas no podrán ser contrarias al ordenamiento jurídico ni a la lex artis. Núria Terribas (2006) sostiene que la obligación de no ser contrarias al ordenamiento jurídico viene a obedecer al deseo de evitar la inclusión de petición de eutanasia.

Pero aunque esta ley es la que da cobertura jurídica en el territorio español al DVA, también disponemos de una fuerte normativa jurídica internacional (Atkinson J., 2007) que nos puede servir de inspiración para futuras leyes, tanto específicas a la salud mental como a otros contextos, si se considera oportuno. A continuación examinamos sólo algunas de ellas.

El Convenio de Oviedo (1997) tiene como finalidad proteger a las personas en su dignidad e identidad, garantizando el respeto por su integridad y libertades fundamentales en relación a las aplicaciones de la biología y la medicina. Se estipula que cada intervención médica ha de tener el consentimiento informado del paciente. En ese intento de respeto por la persona se recoge el artículo 9, que regula los DVA.

Serán tomados en consideración los deseos expresados anteriormente con respecto a una intervención médica por un paciente que, en el momento de la intervención, no se encuentre en situación de expresar su voluntad.

Pero en la normativa jurídica internacional también hallamos leyes más específicas al ámbito de la salud mental. En efecto, en Inglaterra y Wales, por ejemplo, la Mental Capacity Act (2005), en las secciones 24-27, se contempla la posibilidad de llevar a cabo el proceso de anticipación de la voluntad. Se especifica, incluso, que si la persona tiene competencia suficiente puede revocar en cualquier momento su propio DVA. Se acuerda, asimismo, que no se aplicará el DVA si las circunstancias que allí se especificaron no son las exactas a la situación clínica, o si hay razones para creer que si la persona hubiera anticipado la situación actual ésta hubiera anotado otro tipo de decisión.

Es importante apuntar que la Mental Capacity Act opta por un criterio basado en el “best interest[3] pero que cuenta con la autonomía (valores, creencias, deseos, etc.) de la persona. Y es interesante este enfoque porque frecuentemente se asocia mejor interés con exclusión del paciente en la toma de decisiones.

En cuanto a los Estados Unidos, muchos de sus estados disponen de leyes específicas y modelos concretos para facilitar el uso y aplicación del DVA en salud mental (http://www.nrc-pad.org/). Aquellos que no disponen de normas específicas, como es el caso de Alabama, se centran en procesos al final de la vida.

En Canadá, diversas regiones disponen de diferentes leyes sobre salud mental. En Ontorio (Ontorio Substitute Decisions Act, 1992) y British Columbia (Representation Agreement Act, 1996) se regulan bajo la forma de Contrato de Ulises en el que se acepta la planificación anticipada de la decisión de una persona, sea de aceptación y/o rechazo de diversos tratamientos; sin embargo, se descarta la opción de revocabilidad de aquello que se haya pactado.

En Escocia se regula mediante la Mental Health Care (2003), secciones 275 y 276. Queda concretada la posibilidad de anotar un representante y la posibilidad de revocabilidad del propio documento, siempre y cuando la persona tenga la competencia suficiente para la toma de decisiones.

Además de estas normativas específicas de cada país o estado, cabe destacar la Convención sobre los derechos de las personas con discapacidad (2006) (CDPD) que viene a significar el primer tratado internacional que defiende los derechos de este colectivo de personas. Entre los Estados Partes que la ratifican España forma parte, de manera que se trata de un tratado con carácter vinculante. Es aceptado que esta Convención no propone derechos “nuevos”, sino que viene a recoger muchos de los derechos y principios que conforman la legislación en materia de derechos humanos. Así pues, en los principios generales se constata que se tiene que asegurar la dignidad, la autonomía, la no discriminación, la igualdad y la participación plena e inclusión de las personas con discapacidad.
Ciertamente, aunque no se refiere específicamente a personas con enfermedad mental, sino más bien a personas con discapacidad, en general, se entiende que los enfermos mentales también tienen cabida en la definición que se propone de discapacidad. En el artículo 1 se define ‘discapacidad’ del siguiente modo:

Las personas con discapacidad incluyen a aquellas que tengan deficiencias físicas, mentales, intelectuales o sensoriales a largo plazo que, al interactuar con diversas barreras, puedan impedir su participación plena y efectiva en la sociedad, en igualdad de condiciones con las demás.

Aunque se requiere un análisis crítico sobre dicha definición, es decir, si la enfermedad mental ha de entenderse como ‘discapacidad’ o no, esto hace pensar la posibilidad de que los pacientes con enfermedad mental tengan cabida en esta definición, pues muchas veces hay patología comórbida[4]. Por ejemplo, muchas personas padecen de deficiencias físicas como en el caso de demencias, intelectuales cuando se trata de retraso mental asociado, etc.

Pero quizás lo más problemático es que en salud mental esta definición falla al establecer (y por tanto discrimina) quiénes han de ser considerados como personas con discapacidad. Por ejemplo, un paciente con esquizofrenia crónica sería considerado como con discapacidad porque tiene deficiencias a largo plazo, mientras que una persona que padezca de un episodio psicótico breve no lo será. Ambos son cuestiones mentales que inciden en la vida cotidiana, pero una mala categorización puede excluir de la protección legal a pacientes no englobados en la definición.

En cualquier caso, como decíamos, la idea fundamental de la CDPD es promover, proteger y asegurar la igualdad de todos los derechos humanos y libertades fundamentales de estas personas, promoviendo, a su vez, el respeto por la dignidad. Y, especialmente, en el artículo 12 se estipula el Igual reconocimiento como persona ante la ley (2014), que protege aún más ese respeto por las personas y la igualdad. La Convención aboga por la necesidad de basarnos en un modelo de atención que promueva el ‘soporte a las decisiones’ y no en el hecho de ‘decidir por ellas’.

Ciertamente, la ley asegura la igualdad ya que se centra en la participación plena de la persona. Ahora bien, reconociendo que no siempre la persona es autónoma, se estipula que los Estados partes asegurarán “salvaguardias” adecuadas y efectivas para evitar abusos. Aunque esto tampoco es definido, la bibliografía (Then S., 2013; y Pathare S., y  Shields L., 2012) ha adoptado varios enfoques que en salud mental han sido centrados en la toma de decisiones compartidas (Ramos S., 2012), las voluntades anticipadas o la planificación anticipada de decisiones (Ramos S., y Robles B., 2015).
En definitiva, la cuestión sobre el DVA queda regulada por una fuerte normativa jurídica, nacional e internacional. Pese a que cada país o estado tiene su propia regulación, se comparte la idea de que se trata de un derecho de las personas, independientemente de si tiene una enfermedad mental o no.

Pues bien, aunque se trata de un derecho regulado, su aplicabilidad varía notablemente en función del contexto clínico específico. Así pues, este documento tiene diferencias notorias con respecto al tradicional enfoque, pues en salud mental el proceso está centrado “durante la vida” y no “al final de la vida”; aunque también hay semejanzas como es el hecho de que el paciente tenga el derecho a dejar anotada su voluntad y especificar un representante, y que su decisión se respete para cuando no pueda expresarla por sí mismo (Ramos S., y Román B., 2014).

4.- El contenido y la utilidad clínica
Uno de los aspectos cruciales del DVA es su contenido y su utilidad. Pese a que vamos teniendo un mayor conocimiento de estos datos, todos los estudios indican la necesidad de seguir realizando más investigaciones, tanto cualitativas como cuantitativas (Maître E., et al., 2013). Y un modo de ayudar a conocer con mayor profundidad estas cuestiones puede ser realizando hipotéticas viñetas sobre el estado médico y la salud mental para intentar identificar preferencias sobre el tratamiento (medicación contra su voluntad; intervenciones de carácter urgente; medicación rechazada por el paciente pero que podría ser de gran ayuda; y aplicación de terapia electroconvulsiva en contra de su voluntad), lo cual puede además a ayudar a realizar con mayor consistencia el DVA (Van Citters A., Naido U., y Foti M., 2007).

Un enfoque tradicional es el de evaluar el DVA en aquellas situaciones al final de la vida, aunque no es frecuente analizarlo en pacientes con enfermedades mentales (Foti M., et al., 2005). En este tipo de pacientes lo normal es enfocarlo al proceso durante la vida. Una cuestión constante en todos los DVA es la de aceptar o rechazar un tratamiento médico, principalmente algún tipo de medicación psiquiátrica.

El estudio de Wilder Ch., et al. (2010) analiza cuáles son los tratamientos elegidos de 123 personas con enfermedades mentales graves, en un período de 12 meses. Los resultados muestran que la medicación más solicitada son: valproate (25%), risperidona (20%), olanzapina (17%) y benzotropine y quetiapina (ambos 15%), mientras que los tratamientos farmacológicos más rechazados son: haloperidol (24%), litio (23%), clorpromazina (17%).

Gracias a este estudio sabemos que el uso del DVA puede incrementar la participación de los pacientes en la toma de decisiones sobre la elección de un tratamiento farmacológico y, consiguientemente, tener una mayor adherencia farmacológica. La necesidad de tener una buena adherencia farmacológica resulta imprescindible para ir hacia la recuperación de la persona, hasta el punto de que los estudios empíricos constatan que la carencia de ello supone una de las principales razones de readmisión hospitalaria (Rittmannsberger H., et al. 2004).

La investigación llevada por Srebnik D., et al. (2005) también muestra datos referentes a la elección o rechazo de fármacos. En dicho estudio, se analiza la opinión de 106 personas con enfermedades mentales y se llega a la conclusión de que éstos prefieren los tratamientos antidepresivos (54%), los antipsicóticos de segunda generación (53%), los fármacos anticonvulsivos (32%) y los ansiolíticos (19%), mientras que muestran reticencias y rechazo a los antipsicóticos de primera generación (35%), a los estabilizadores del humor (15%), a los antidepresivos (15%) y a los anticonvulsivos (11%). Las razones más frecuentes para no desear estos tipos de fármacos son sus efectos negativos, el sentirse dopados, padecer insomnio y la incapacidad para poder llevar a cabo actividades de la vida cotidiana. Es importante anotar que una gran parte de los pacientes rechazan el tratamiento electroconvulsivo (TEC) (72%). En el estudio de Reilly J., y Atkinson J. (2010), el TEC también es el más rechazado junto con cualquier tipo de medicamentos depot. En cuanto al fármaco, los más rechazados son clozapina (9%) y risperidona (7%).

Pese a que muchos profesionales tienen preocupaciones por el hecho de que los pacientes pudiesen dejar anotados en el DVA el rechazo a todos los fármacos[5], los estudios empíricos no demuestran que así suceda frecuentemente. Aunque es posible un caso de rechazo absoluto, los pacientes no suelen rechazar todos los fármacos (Backlar P., et al., 2001; Swanson J., et al., 2006; Elbogen E., et al., 2007). En el estudio de Srebnik D., et al. (2005) sólo dos personas decidieron oponerse a todos los fármacos.

Srebnik D., et al. (2005) definen la utilidad clínica como aquellas instrucciones específicas que son fiables, útiles y consistentes con lo que se considera buena praxis, pero que aquellas indicaciones de rechazo de todo tipo de medicación no son consistentes con esos cánones de buena praxis, aunque estas pueden ser aplicables. Esto indica que, aunque sería éticamente lícito tal rechazo, no sería una buena estrategia terapéutica, razón por la cual no sería aconsejable desde un punto de vista clínico.

Es también motivo de elección o rechazo otro tipo de decisiones referentes a la hospitalización. Srebnik D., et al. (2005) constatan que los pacientes desean modos alternativos a la hospitalización (68%). Algunas anotaciones fueron los deseos de tener a alguien a quien llamar en caso de crisis (42%), quedarse en su domicilio mientras ocurre la recidiva (42%), etc. La principal razón que aluden los pacientes a la hora de rechazar el régimen hospitalario, entre otras, son la pobre calidad del cuidado (29%) o el hecho de no sentirse respetados por los profesionales (21%).

Incluso en régimen hospitalario, los pacientes también quieren tener control sobre la situación clínica. Teniendo en cuenta que muchas veces las visitas no son bien toleradas por los pacientes, en ocasiones pueden pedir, expresamente, que no acuda algún familiar o amigo y, al contrario, que durante el ingreso se contacte con alguien en particular. Puede darse el caso, incluso, que se otorgue a esa persona de interés el cuidado de algún familiar dependiente, de una mascota… Otra cuestión a que se suele aludir son las preferencias o rechazos sobre la dieta (Srebnik D., y La Fond., 1999; y Srebnik D., et al., 2005).

El hecho de que los pacientes puedan tomar el control sobre su propia situación clínica en momentos de incompetencia, también tiene unos efectos positivos en la propia persona. Los pacientes que elaboran un DVA, y éste es respetado, se sienten más satisfechos con ellos mismos al considerar empoderados (Nicaise P., et al., 2013; Elbogen E., et al., 2007; Kim et al., 2007; O’Connel M., y Stein Ch., 2005; Srebnik D., y Brodoff L., 2003). Backlar P, et al. (2001) constataron que los pacientes que habían realizado el DVA estaban más satisfechos al sentirse más protegidos por saber que, en momentos de mayor vulnerabilidad, serían ellos los que tomarían las decisiones y no el equipo médico. Saber que habrá respeto por su voluntad también tiene un componente positivo al reducir la sensación de estar recibiendo un tratamiento coercitivamente, por lo que será más fácil una colaboración durante el proceso. A su vez, si la persona considera que su voluntad no es respetada, apreciará este hecho como una injusticia y una exclusión, que redundará en una disminución del seguimiento terapéutico (La Fond J y Srebnik D., 2002).

El uso del DVA no reduce únicamente el “sentimiento” de coerción, sino también el uso de medidas coercitivas, como requerir de los servicios policiales, en ocasiones esposándolo, para la evaluación de su competencia; contención mecánica; medicación obligatoria… En efecto, si hay una mayor participación y colaboración en la relación asistencial es posible una reducción de algunas de estas medidas restrictivas. Si hay confianza entre equipo médico y paciente, los clínicos podrían ayudar a reducir esas intervenciones coercitivas e incluso el período de ingreso involuntario.

Ahora bien, aunque sí hay una disminución de dichas medidas, los datos referentes a la “evitación” de futuros ingresos cuando el DVA ha sido llevado a cabo no demuestran unas conclusiones más o menos fiables. El estudio de Papageorgiou A., et al. (2002) analiza a 156 personas (79 habían elaborado el documento, mientras que 77 conformaban el grupo control) para ver qué impacto tenía su aplicación. No obstante, el proyecto demuestra que no hay una diferencia significativa en el número de ingresos hospitalarios ni readmisiones, ni el número de días hospitalizados o la satisfacción con el servicio prestado por los profesionales durante su estancia.

Es interesante anotar las posibles razones que aluden los autores para explicar los motivos. Sostienen que hay una carencia en el conocimiento del impacto del DVA que podría estar motivado por varias razones. Puede ser que los pacientes no sepan qué beneficios conlleva el DVA; por el hecho de que los profesionales hayan sido incapaces de aplicar e introducir el documento en la práctica; debido a que algunas instrucciones específicas no fueron aplicadas correctamente (por ejemplo, deseo de permanecer en una habitación aisladamente, debido a la carencia de recursos); o simplemente porque durante los 12 meses que duró el estudio la consciencia de haber realizado el DVA y de su necesidad de invocar y respetarlo se fue diluyendo.

Ahora bien, la literatura sí que ha detectado algunas “estrategias” para que haya un mayor respeto por su aplicación y fomento de la autonomía del paciente. Se sabe que si hay constancia de un representante en el DVA, éste puede consentir que se dé un cierto tratamiento, si es preciso, con el que evitar un ingreso involuntario (Tonelli M., 2002). Además, hay más posibilidad de que haya un respeto por la voluntad del paciente cuando en el DVA se ha dejado constancia de un representante al que acudir (Srebnik D., et al., 2005; y Srebnik D., y Russo J., 2007 y 2008). En cuanto a la elección del representante, el estudio de Nicaise P., et al. (2013) muestra, a su vez, que muchos pacientes escogieron para tal figura representativa a su propio médico. No obstante, los propios autores se percatan que este hecho podría conllevar conflictos en la relación asistencial, específicamente en aquellas situaciones en las que el paciente rechace un tratamiento médico que estuviese indicado para su situación clínica. 

En cualquier caso, parece claro que la introducción del paciente en la toma de decisiones va a tener unas repercusiones positivas a nivel clínico. El DVA también tiene la utilidad de tener repercusiones tanto en la recuperación de la persona como en la mejora asistencial (Nicaise P., et al., 2013). En efecto, la aceptación y deseo de algún tipo de fármaco tiene resultados terapéuticos positivos. Está demostrado que la libre elección del tratamiento, el conocimiento de sus contraindicaciones y la importancia de su seguimiento, tienen una mejora en la adherencia farmacológica y una reducción del número de recidivas. Y es que la elección del tratamiento conlleva una motivación para su seguimiento y este cumplimento terapéutico tiene unos resultados positivos para el bienestar físico y psicológico del paciente. Por otro lado, también se sabe que la no adherencia a los fármacos está asociada al tratamiento involuntario y a un peor curso clínico (Swanson J, et al., 2006; Srebnik D., et al. 2005; La Fond J. y Srebnik D., 2002; Rittmannsberger H., et al., 2004; Hamann J. et al., 2005).

De estos datos, se llega a un consenso en el que la autonomía es un valor imprescindible en el proceso del DVA, pero resulta aún más importante una buena alianza terapéutica, en el que los afectados (paciente, profesionales, familia, etc.) jugarán un papel crucial en la mejora y coordinación de los cuidados (Nicaise P., et al., 2015).

5.- Conclusiones
Tradicionalmente, el documento de voluntades anticipadas ha estado enfocado de manera exclusiva al ámbito de final de la vida. Aunque esa orientación es de suma importancia, no tendríamos que encasillarnos en ella. Si lo que queremos es respetar la voluntad y preferencia de los pacientes para cuando ellos no puedan decidir, tendríamos que hacer un esfuerzo considerable y aplicarlo a todas aquellas situaciones en las que se aventure una incompetencia para la toma de decisiones.

Se ha demostrado, pues, que este cambio de paradigma viene a significar un mayor respeto por la persona. El DVA aplicado a la salud mental viene a ayudar a instaurar un nuevo tipo de psiquiatría, lo que en otro lugar hemos denominado psiquiatría crítica (Ramos S., 2015), y que es la constatación de unos fundamentos teórico-prácticos subyacentes. Se trata, por lo tanto, de una psiquiatría que esté basada en hechos y valores, que tenga en cuenta al paciente en la toma de decisiones, pero que no olvide los derechos y obligaciones tanto de los profesionales como de los pacientes. Que busque el mayor beneficio para el paciente, pero con el paciente, concibiéndolo como persona, desde una perspectiva bio-psico-social, en el que la recuperación sea una meta, y la autonomía un camino, así como la evitación y supresión del estigma y la discriminación (Ramos S., 2013). Que se base, por lo tanto, en la calidad de vida de las personas (Ramos S., 2014).


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[1] Este artículo se inserta en el proyecto de beca de investigación recibido por la Fundació Victor Grífols i Lucas (Barcelona) sobre el documento de voluntades anticipadas en salud mental (2014).
[2] Vale la pena recordar los Fines de la Medicina del Hastings Center (2007), pues a fin de cuentas son las tesis que en el fondo se replantean ambos códigos deontológicos, a saber: 1) la prevención de enfermedades y lesiones, y la promoción y la conservación de la salud; 2) el alivio del dolor y el sufrimiento causados por males; 3) la atención y la curación de los enfermos y los cuidados a los incurables; y 4) la evitación de la muerte prematura y la busca de una muerte tranquila.
[3] En el apartado 1(1) así se estipula: An act done, or decision made, under this Act for or on behalf of a person who lacks capacity must be done, or made, in his best interests. Está centrado en pacientes que tienen incompetencia para la toma de decisiones debido a una patología “cerebral” o de la “mente”. En el apartado 2(1) así se establece: For the purposes of this Act, a person lacks capacity in relation to a matter if at the material time he is unable to make a decision for himself in relation to the matter because of an impairment of, or a disturbance in the functioning of, the mind or brain. El modo en el que se evalúa la competencia (sección 3(1)), está regido por criterios funcionales, siguiendo muy de cerca los criterios del McCAT-T de Grisso T. y Appelbaum P. (1998), que evalúan la comprensión de la información, retención de la información, ponderación de los pros y contras, y comunicación de una decisión. 
[4] Es interesante el estudio llevado a cabo por la Junta de Andalucía (2012) sobre los derechos humanos de las personas con trastornos mentales graves en el marco de la Convención, pues no sólo hace una introducción a la Convención sino que también constata, con gran acierto, algunas cuestiones clínicas que vienen a significar una vulneración de los derechos e incluso se definen medidas, tanto globales como específicas, para garantizar que se cumplen dichos derechos.
[5] Este fue el caso Hargrave v. Vermont en el año 1999. Nancy Hardgrave, una mujer con esquizofrenia, había realizado su DVA rechazando todo tipo de medicación psiquiátrica. Un análisis del caso se encuentra en Appelbaum P. (2004).