domingo, 21 de abril de 2013

150.000 personas han registrado su testamento vital en España



Muchos médicos aún anteponen su criterio al de las familias. / GORKA LEJARCEGI
Un ictus cerebral dejó a Margarita postrada en una cama. Tenía 78 años y nunca volvió a despertar. Su hijo Carlos cuenta que su madre, pequeña y delgada, siempre dijo que prefería “irse” de manera natural. “Mi padre había muerto de cáncer cinco años antes y los últimos meses vivió una agonía hospitalaria tremenda y sin sentido. Ella no quería eso”, dice. Y lo había dejado por escrito: no quería sondas, ni tratamiento si la situación era irreversible. Y lo era. Sus hijos lo sabían y los médicos fueron informados. La mujer, que ya estaba muy delicada de salud antes de sufrir el ictus, murió sedada poco después. “Y se fue en paz”, asegura su hijo.
Como hizo Margarita, unas 150.000 personas han registrado en España un documento con sus instrucciones previas o testamento vital. Un texto, revocable en cualquier momento, en el que una persona puede especificar qué tratamientos y cuidados quiere recibir si llega una situación en la que no sea capaz de expresarlo personalmente: reanimar o no, sondar, donar los órganos... 12 años después de que la Ley de Autonomía del Paciente regulase la expresión de las voluntades anticipadas (como también se conoce), el uso de este derecho aún no ha cristalizado en la sociedad. El testamento vital sigue siendo algo desconocido para los ciudadanos. También, reconocen los expertos, lo es para los profesionales sanitarios. Barreras a las que se añade la oscuridad que rodea en España lo relacionado con la muerte, donde culturalmente se es reticente a hablar del fin de la vida.
Fuente: Ministerio de Sanidad, Servicios Sociales e Igualdad.
Cualquier persona mayor de edad —en algunas regiones también los menores emancipados— puede redactar un testamento vital o tomar como modelo los textos de las autonomías, asociaciones como Derecho a Morir Dignamente o incluso la Conferencia Episcopal. El documento se puede confiar a un notario, firmarlo ante tres testigos —sin relación de parentesco, patrimonial ni matrimonial— que deben conservar una copia, o entregarlo en el registro de su comunidad. Desde hace unas semanas y por primera vez, todos los registros autónomicos están conectados con el Registro Nacional de Instrucciones Previas. Llegado el caso, los médicos pueden consultar el testamento vital de un paciente, independientemente de dónde lo registrase.
A pesar de eso, apunta Ana María Marcos, profesora de Filosofía del Derecho de la UNED e investigadora principal de un proyecto sobre el testamento vital, un gran número de sanitarios desconoce el sistema. Un problema que reconoce el presidente de la

A lo que se suma el rechazo de algunos sanitarios al concepto del testamento vital. “Consideran que quienes mejor deciden en ese momento son ellos, que para eso son profesionales”, dice Pablo Simón, de la Escuela Andaluza de Salud Pública.
Organización Médica Colegial, Juan José Rodríguez Sendín, quien critica que no ha habido una estrategia para impulsar el documento. “En los hospitales tienen una clave para consultar si hay voluntades anticipadas. Pero no todos los saben”, explica Marcos. De hecho, afirma Fernando Marín, presidente de la asociación Derecho a Morir Dignamente de Madrid, pocos revisan el sistema.
Un escudo que rodeó la muerte de Antonio hace un mes. Falleció de cáncer a los 76 años tras un breve —y doloroso, cuenta su amigo Federico— paso por el hospital. “A pesar de que mostramos que había hecho un testamento vital en el que especificaba que no quería medidas externas ni procesos dolorosos, los médicos insistieron en que se hiciera pruebas que le causaron sufrimiento”, se lamenta. “Es como si su opinión valiera sobre nuestra vida”, remarca. Y es que no es infrecuente, explica Fernando Marín, ver a médicos que no diferencian entre esta herramienta para evitar un encarnizamiento terapéutico y la eutanasia. Confusión que se palia con información. Una gran carencia, dice Marín, del sistema español.
Sí se inician medidas para facilitar que los sanitarios sepan si su paciente ha declarado sus voluntades anticipadas. Algunas autonomías, como País Vasco, incluyen una mención en la historia clínica electrónica si lo han hecho. El Ministerio de Sanidad estudia ahora, según el informe sobre el Registro Nacional de Instrucciones Previas al que ha tenido acceso este diario, las condiciones legales para que los profesionales autorizados puedan acceder desde la historia clínica al testamento vital a través de un vínculo.
La base de datos estatal registra ya los documentos de todas las regiones
Pero la cantidad de documentos registrados es aún ínfima. Menos de un 1% de los españoles han redactado sus voluntades anticipadas, frente al 9% de los alemanes, por ejemplo. Las diferencias entre regiones, además, son grandes. Cataluña y Andalucía son las autonomías con más documentos inscritos. Murcia y Ceuta y Melilla (hay solo dos textos registrados), las que menos. Las mujeres son mayoría en toda España, según los datos de Sanidad.
Como si ellas fueran más partidarias de pensar en el momento de la muerte. O de hablar de él. Algo poco habitual en España. “El testamento vital es un consentimiento informado anticipado. Dar instrucciones por escrito de qué quiero que me hagan y qué no en el momento en el que no vaya a recuperar la conciencia”, explica Marcos. Es esa anticipación y el rechazo a pensar en el fin de la vida lo que lastran la extensión del documento. “La cultura española es renuente a hablar sobre la muerte. La propia y la de los seres queridos. Se considera tétrico”, apunta Pablo Simón. Además, el contexto en el que se manejan las decisiones al final de la vida es, en España, muy familiar. Las personas entienden que sus familiares tomarán las mejores decisiones cuando ellos estén enfermos. Aunque precisamente el testamento vital, incide Fernando Marín, facilita y clarifica esas decisiones. Porque ahí es donde el paciente dejó claro lo que desea.
Los expertos, sin embargo, apuntan que la mejor manera de afrontar el tema es que las personas hablen de sus deseos. Con sus médicos, con su familia. Es lo que se llama planificación anticipada de decisiones al final de la vida, concepto que va ganando terreno en todo el mundo. En España, aunque cada vez se quiere tener más control sobre el proceso de morir, falta mucho para que se hable de ello de manera natural.

martes, 9 de abril de 2013

Ellos se ocultan, el sistema les olvida


“Soy una madre mayor, no sé qué va a pasar con mi hijo cuando yo no esté”. Elisa Tórtola tiene 74 años y le preocupa quién atenderá a su hijo de 43, que padece esquizofrenia paranoide desde los 27, cuando ella “no esté en este mundo”. Esta valenciana ni siquiera se ve con fuerzas para seguir con la presidencia de la Asociación para la Salud Integral del Enfermo Mental (ASIEM). El temor de Tórtola es compartido por muchos familiares. El entorno cercano es un eje fundamental para el cuidado de los enfermos mentales más graves. La falta de recursos, mermados además por los recortes, lastra el desarrollo de la red pública de atención que se venía tejiendo desde la década de los ochenta, cuando se decidió el cierre de los psiquiátricos (antiguos manicomios) y se trasladaron las unidades de salud mental a los hospitales generales.
Tragedias como la acontecida hace unos días en el Hospital Clínico de Málaga, donde un paciente agredió gravemente a otro en la unidad de agudos de salud mental del centro, han alertado sobre las consecuencias de los recortes. Precisamente en una comunidad en la que la red de atención es de las más desarrolladas del país, según los expertos. A falta de que la investigación abierta esclarezca lo sucedido, Conchi Cuevas, presidenta de la Confederación Española de Agrupaciones de Familiares y Personas con Enfermedad Mental (Feafes) en Andalucía advierte de que “es un fallo de la Administración por falta de recursos”. Y explica: “No puede haber dos personas contenidas mecánicamente (sujetas a la cama) en la misma habitación. Y menos sin vigilancia”. Ambas circunstancias contravenían el protocolo. Para Cuevas, este tipo de sucesos son puntuales —“no son más delincuentes”, subraya— . Pero considera además que este caso es un ejemplo de los riesgos derivados de los recortes. “Las unidades de agudos están colapsadas”, dice.
La tijera amenaza la implementación del modelo comunitario, en el que el paciente es atendido por un equipo multidisciplinar (psiquiatras, psicólogos, asistentes sociales, enfermeras), y con prestaciones terapéuticas, psicoterapéuticas y rehabilitadoras individualizadas, bien en centros u hospitales de día o en el domicilio. La red estaba desarrollada de manera desigual en las comunidades autónomas y los recortes también son distintos. No hay datos que puedan cuantificar ni lo uno ni lo otro. “Es imposible saber la relación de camas por habitante o de psiquiatras por enfermo”, se queja Eudoxia Gay, presidenta de laAsociación Española de Neuropsiquiatría (AEN).

“Con el soporte adecuado pueden hacer vida normal”, dice una psiquiatra
Los enfermos, las organizaciones de familiares y de profesionales relacionados con la salud mental alertan, a falta de datos cuantificables, de lo que perciben en las consultas, en los servicios hospitalarios en los que trabajan o en sus casas. Hay merma de recursos, se despide personal eventual de las unidades de salud mental, hay menos camas, se reducen las subvenciones para asociaciones, se paraliza la investigación. En este sentido, Jerónimo Sáiz, presidente de la Fundación Española de Psiquiatría, señala que “las camas son el punto crítico”. “Las unidades de media y larga estancia en los hospitales generales tienen necesidades no cubiertas”, asegura el también jefe del Servicio de Psiquiatría del Hospital Universitario Ramón y Cajal de Madrid.
Las consecuencias son graves, apuntan los expertos, en la calidad de vida de los enfermos y, por extensión, de su entorno. El estigma hace que la enfermedad mental sea prácticamente invisible, pero la Sociedad Española de Psiquiatría (SEP) estima, a partir de los datos de la Organización Mundial de Salud, que entre un 3% y un 4% de la población padece enfermedades mentales graves (esquizofrenia, trastorno bipolar y de la personalidad).
“Con el soporte adecuado pueden hacer una vida bastante normal”, afirma Gay. El hermano de Conchi Cuevas es un ejemplo de ello. Tiene 50 años, padece esquizofrenia paranoide y lleva una vida “normalizada”, relata la representante de Feafes en Andalucía. No siempre fue así. Pasó más de dos décadas “delirando”, según Cuevas, “hasta que entró en una comunidad terapéutica, se le dio un tratamiento adecuado, no solo farmacológico, sino también terapia y empoderamiento”. “Ahora ha recuperado su propia vida. Si él, que ha pasado tanto sufrimiento, se ha recuperado, tengo la esperanza de que todo el mundo pueda. Pero para eso, los representantes públicos tienen que recuperar la cordura. No quiero oír más que la atención sanitaria es un gasto, es inversión”, zanja.
La crisis resquebraja el modelo de atención comunitaria que ni siquiera “había terminado de desarrollarse”, según Gay. El presidente de Feafes, José María Sánchez, denuncia que otros recortes están afectando negativamente al tratamiento de la enfermedad mental. Así, Sánchez señala que el copago farmacéutico, la exclusión de los inmigrantes del sistema nacional de salud y los recortes en dependencia ahondan los problemas del colectivo. Si bien, los avances han ido acabando con aquellos centros.
Entre un 3% y un 4% de la población sufre alguno de estos trastornos
“La Ley de Dependencia desde el inicio ignoró en gran medida al enfermo psiquiátrico grave. Por ejemplo, a la esquizofrenia. Estaba poco puntuada y los pacientes recibían pocas ayudas”, recalca Miguel Gutiérrez, presidente de la Sociedad Española de Psiquiatría. En este sentido, el doctor Sáiz señala que “algunas enfermedades mentales son invalidantes, con tendencia a recaer e incluso limitan el autocuidado”. Por eso Elisa Tórtola, madre de enfermo mental y presidenta de ASIEM, considera que el colectivo “está olvidado desde siempre”. “Con la dependencia llueve sobre mojado; ahora le bajan el grado a mucha gente y le quitan la prestación”, denuncia.
El fin del modelo asilar previo a la reforma de 1986, en el que había mezcla de pacientes de diferentes edades y patologías en distintos grados en un solo centro, normalmente apartado de las ciudades, debía dar paso a una red de estructuras asistenciales, desde la unidad de salud mental en el hospital, hasta centros de día, atención domiciliaria o programas más avanzados como el asertivo-comunitario (basado en un seguimiento estrecho del médico, que busca al paciente y no al revés). El desmantelamiento de esta red dejándola en lo básico (las unidades hospitalarias) provoca que los enfermos recaigan con más frecuencia, a veces dejan la medicación y, en definitiva, acuden más a urgencias y aumenta el gasto sanitario, apunta el presidente de Feafes. “Se rompe el tratamiento continuado”, alerta Sánchez.

Las organizaciones familiares también han sufrido los recortes
Los resultados del informe Efectividad de un programa de tratamiento asertivo comunitario para pacientes con trastorno mental grave, publicado en la Revista de Psicopatología y Psicología Clínica y elaborado por los doctores José López-Santiago, Luis V. Blas y Mónica Gómez, que estudiaron durante meses a los enfermos que se sometían a esta terapia en el Hospital Universitario de Albacete, corroboran que este tipo de programas reducen los ingresos en un 60% y las visitas de urgencias en un 80%. Los autores consideran que el éxito del programa se debe a que la atención es “más intensiva, integral, comunitaria y centrada en las necesidades del paciente”, mientras que el tratamiento previo recibido se basaba fundamentalmente “en un modelo de consultas psiquiátricas ambulatorias en las que era el paciente el que tenía que adaptarse a las características del dispositivo”.
Pese a que los resultados son positivos en términos económicos y de salud, aumentan la adherencia a la medicación y reducen las recaídas, estos programas personalizados son caros y son los primeros que sufren los recortes. “¿Quién va a estar pendiente de si se toma la medicación?”, se pregunta Tórtola. “Este problema existe pero nos callamos para no aumentar el estigma”, añade. La carencia de recursos para terapias personalizadas que impidan el abandono de la medicación ha sido una constante para las familias, en las que recae la responsabilidad de controlar y medicar a sus parientes enfermos. “No es que no queramos hacernos cargo, pero no somos especialistas”, alerta Sánchez, de Feafes.

Los Expertos avisan de que la crisis traerá más problemas mentales
R. B., que prefiere permanecer en el anonimato, tiene un hijo de 34 años con trastorno de la personalidad. Durante años se ha encargado sola — “el padre se desentendió”, lamenta— de que se tomara sus pastillas. “Pero no puedo estar todos los días obligándole a tomarse la medicación”, relata con una voz cansada. Esta madre, residente en Valencia, se dice afortunada porque, desde hace unas semanas, una enfermera acude semanalmente a su domicilio a controlar la salud al enfermo. R. B. ha temido en ocasiones por la vida de su hijo. Y por la suya. Pero le resta importancia y subraya que lo que más le hace sufrir es ver cómo “se le pasa la vida” a su hijo. “No quiere ni salir de casa”, explica al borde del llanto.
El rechazo social que sufren los enfermos mentales y sus familias es muy fuerte, dicen los afectados, tanto que en muchas ocasiones el silencio es autoimpuesto. Por eso, dice el doctor Sáiz, “es un colectivo poco reivindicativo e invisible”. Normalmente son las familias las que se asocian para intercambiar información y darse apoyo entre ellas. Pero la virulencia de los recortes lo ha hecho emerger a la esfera pública. “No podemos consentir que nos digan que no hay camas, ni pisos tutelados o que las listas de espera se alarguen tanto”, se enoja Cuevas.
Las asociaciones de familiares y usuarios, que en ocasiones prestan servicios de apoyo allí donde la Administración no llega, también padecen la tijera presupuestaria. Bien lo saben en Valencia. “Se ha recortado drásticamente la atención a la recuperación y rehabilitación que se venía dando de forma casi totalmente privada por las asociaciones de familiares con ayudas parcialmente subvencionadas por Bienestar Social”, alerta Julián Marcelo, miembro de ASIEM. “Por falta de financiación no pueden ni sostenerse las ya escasas plazas de centros de media estancia, de centros de rehabilitación y centros de día. Sin hablar de los prácticamente desaparecidos programas de capacitación u orientación, incluso de los financiados con fondos europeos”, añade.
La recesión económica no solo ha reducido los recursos de atención y promoción de la salud mental, sino que es “un caldo de cultivo”, según Gay, de la Sociedad española de neuropsiquiatría, para que aumenten los casos de depresión o ansiedad. Un 25% de la población, según señala el presidente de la Sociedad Española de Psiquiatría, sufrirá algún tipo de enfermedad mental común a lo largo de su vida. El paro, la pobreza o la pérdida de la vivienda incrementan las posibilidades de que ese momento sea ahora. “Habrá que hacer un debate sobre cómo priorizar los recursos y reorientarlos allí donde son más necesarios”, concluye Miguel Bernardo Arroyo, presidente Sociedad Española de Psiquiatría Biológica.

“Para recuperarse hay que tomar el control sobre la vida”

José Manuel Arévalo, de 46 años, preside En Primera Persona, organización constituida solo por enfermos mentales para defender sus derechos. Él padece trastorno bipolar, y hace una década se reunió con otros “compañeros” porque tenían la necesidad de “representarse a sí mismos”.
Pese a que entonces ya existían agrupaciones de familiares, no se sentían identificados. “Queríamos nuestro espacio”, explica Arévalo. “Vamos caminando, establecemos estrategias y compartimos conocimiento”, detalla este afectado de enfermedad mental. “Somos los que mejor conocemos nuestras necesidades y damos cursos de autoayuda, de derechos humanos e incluso hemos contratado a un periodista como portavoz”, continúa. Esto último es muy importante en un momento de recortes en los que han percibido la importancia de alzar un poco más su mensaje.
Este andaluz empezó a notar que “algo no iba bien” a los 18 años. “Tenía fases de euforia y luego, depresión”. Pero hasta los 30 no le diagnosticaron. Por experiencia sabe muy bien que cuando el médico da con la enfermedad se pasa una fase de negación. “En el grupo de ayuda decimos que la peor lucha es con uno mismo”.
Después llega la batalla contra el estigma social. “No está solo en los medios, sino también en las familias, incluso en los servicios de salud”, asegura. “A veces vamos al médico con un dolor de espalda y los doctores, al ver tu enfermedad, obvian por lo que habías ido”. “Hablar de enfermedad mental todavía se relaciona con algo oscuro, peligroso”, se queja.
Pero Arévalo, que tuvo que dejar —“me jubilé”, afirma— en 2002 su trabajo como trabajador social, no se resigna a que esa sea la imagen imperante de sus “compañeros” y él mismo. “La integración es posible. Pero la recuperación pasa por que adquiramos el control de nuestra vida”. En ese sentido, dice, es fundamental su inserción laboral, o al menos ocupacional.
“Una persona con enfermedad mental a lo mejor no puede soportar, por el estrés, una jornada de ocho horas, pero si una de cuatro y con trabajos más mecánicos o manuales”, explica Arévalo. Pero la administración no favorece estas oportunidades y el estigma es una losa en cualquier entrevista para lograr un empleo.
Arévalo colabora con otras ONG, además de la que preside, ayudando a personas en riesgo de exclusión social. Contesta casi a cualquier hora del día el teléfono de la organización que dirige. Para lograr sus objetivos, cualquier momento es bueno para derrumbar el muro del estigma. “En primera persona” y con “voz propia”.